La semana pasada se celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa en medio de los cuestionamientos sobre los límites que se debe poner un periodista para conseguir información de interés público. Los casos de Tafur y Jara ponen en debate qué se les permite o no a las personas dedicadas a este noble oficio.

Como bien dice el periodista Miguel Ramírez, quienes hemos hecho labor de reportero estuvimos en algún momento con Dios y con el diablo a la hora de recoger información relevante que sirva para ser difundida al público, previo contraste. Es decir, ir al filo de la navaja es parte de la función periodística, un límite que algunos se atreven a cruzar.

Precisamente, cuando el periodista confabula o utiliza ese acercamiento con sus fuentes poderosas para intereses que no son públicos sino, por el contrario, muy personales, es que debiera existir una censura. Tampoco se trata de la reserva moral del país, pero ensombrece la labor el estar proponiendo negocios a personajes cuestionables.

Y más se parecen los malos reporteros a los peores políticos, que tanto critican, cuando hacen espíritu de cuerpo. Otorongo no come otorongo, se les dice a quienes se protegen entre sí. Esta frase, lamentablemente, también calza para los periodistas. Contar la verdad, el verdadero fin periodístico, no debiera salir de órbita.

¿Qué periodista no ha pedido favores? En algún momento, utilizando el poder que la sociedad les ofrece, caen en la tentación de recibir un trato preferente para algún servicio. Por eso tampoco van a crucificarlos. No obstante, en los casos mencionados por los líos en el Ministerio Público, creo que al menos una crítica pública debieran recibir.