El periodismo es una profesión sacrificada, noble, normalmente mal pagada y en algunos casos estoica. Es casi un monumento a la vocación extrema, esa que hace que se prescinda de otras actividades o se descuide a la familia o los hijos por seguir adelante con una opción que pese a todas sus carencias, satisface y enaltece. Algo similar ocurre con el magisterio, la digna y esforzada tarea de educar, corregir, servir de ejemplo. Miles de profesores mal pagados, maltratados por el Estado y sin las herramientas necesarias para su desempeño y crecimiento, acuden diariamente a los colegios del Perú, en transporte público, a veces cruzando ríos o caminando por varios kilómetros en zonas altoandinas o de la selva. Por eso indigna que dos personajes hayan afectado esta semana de una forma nauseabunda la percepción pública sobre estas actividades. Por un lado, Mauricio Fernandini, convertido en un lobista rastrero y ruin, sospechoso de haber sido receptor de millonarias coimas, ha sido asociado al lumpen castillista desde los albores de esa gestión mientras, en una zancadilla a la ética, emitía su hipócrita opinión bajo las ondas de RPP. Ojalá pueda dormir tranquilo y no tener la pesadilla de revivir su papel de transportador de coimas entre las sucias manos del poder. Por otro lado, el congresista Edgar Tello, un sujeto sin escrúpulos desde sus épocas de dirigente del Conare-Sutep -un organismo de fachada de Sendero- y que es capaz de pisotear su título de maestro y desprestigiar su curul obligando a una mujer embarazada a entregar parte de su sueldo para financiar sus sucios intereses políticos bajo el supuesto interés de donar cocinas, ollas y cucharones. La verdad es que Tello es el langoy del almuerzo más austero de cualquier olla común en un cono de Lima y no tiene un solo órgano limpio para donar. Es docente pero también uno de los residuos más despreciables que nos ha dejado el castillismo y su caterva de malhechores que ahora tiene como flamante incorporación al periodista Fernandini.