Hace unos días partió Ana Estrada y nos dejó varios temas en debate, aunque uno de estos me llamó más la atención: la libertad de las personas a elegir lo que les hace bien. No se trata de anarquismo, sino del libre albedrío. ¿Podemos decidir por nosotros mismos o lo debe hacer el Estado? Y no estamos hablando de lo material, como los fondos de la AFP, sino de vivir mejor sin hacerle daño a nadie.

Hay cuestiones personales sobre la definición de vivir con dignidad, bajo un techo, con comida, salud, trabajo, entre otros derechos amparados en la Constitución. Sin embargo, como la vida misma, no todo se puede obtener de la mejor manera. El punto es que, como alimentarse o dejar de hacerlo, hay una decisión personal que, en sociedad, se debe tomar por debajo de la ley. Por eso, es esta última la que debe revisarse.

Estrada confesó que su vida no es digna, que más que vivir era un padecimiento sin remedio, por lo que decidió no estar más en el mundo terrenal apelando a la eutanasia. Lamentablemente, para sus intereses bien fundamentados, en nuestra carta magna aquel derecho no está reglamentado y, por el contrario, es calificado como homicidio piadoso. Para superar este desfase legal, la paciente tuvo que sufrir 5 años.

El debate es por qué esperar el sufrimiento de una persona, no solo por su enfermedad, sino por el vía crucis de la justicia. Cuando Estrada le pidió al Estado morir dignamente, la respuesta fue cavernaria: sométete a las leyes. Y estas mismas normas son las que deben cambiar para evitar que otros ciudadanos con enfermedades incurables no tengan la opción de decidir cómo quieren pasar sus últimos días.

La Iglesia Católica se mostró en contra del pedido de Estrada y de la decisión jurídica del Estado de concederle una muerte digna. Pero, la eutanasia no es una cuestión de fe, sino de derecho.